La imagen que ZP quiso trasladar tantas veces, encaramado en la Tribuna de oradores del Congreso, fué la de un individuo de ánimo recio, convencido de la verdad de sus palabras, subrayadas con un continuo cabeceo, con movimientos enérgicos de sus brazos y, por supuesto, con el esdrujuleo que no le abandonó jamás.
Ya hemos visto el resultado de tanta energía de pacotilla. Cuando las cuestiones de Estado desbordaron al chico de León, y el año pasado se percató, por fin, del lío en que estaba metido hasta el vértice de las cejas, una vez oídas las voces de más allá de los Pirineos, concretamente de Berlín y de París, que hirieron su fina sensibilidad de iluminado astral, en ese mismo momento, previamente ninguneado por Obama, las cuestiones de gobierno dejaron de tener interés para él. Incluso las intrigas de vía estrecha del Partido perdieron su atractivo. Los mineros de Rodiezmo deberán cantar solos de aquí en adelante, o acompañados por Alfonso, que ha tenido más tiempo para memorizar mayor cantidad de estrofas de la Internacional.
Como en las antiguas películas de Hollywood, ZP repasa su vida tumbado en uno de los tresillos de piel blanca de la Moncloa, las escenas van atropellándose a medida que se suceden, desde la regogida de su título en la Facultad de Derecho de León, a los veintitrés años, su primera inclusión en las listas del Partido para las elecciones legislativas, la entrada en el Congreso a los veinticuatro años, su permanencia silente en el hemiciclo, sin pronunciar una palabra durante dieciocho años, hasta los cuarenta y dos, el ascenso a la Secretaría General del Partido, empujado por fuerzas misteriosas que vieron en él la plastilina suficiente para ocupar tanto la citada Secretaría como la Presidencia del Gobierno. Y finalmente cumplido el medio siglo, sólo queda el solar patrio dejado a sus espaldas, semejante a una guardería sin recojer, de niños hiperactivos. Menos mal que puede desarrollar en el porvenir el asunto de las nubes.
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