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martes, 22 de diciembre de 2009

Viscontiana


Como sabéis, y al hilo del asunto comentado ayer, uno de los capítulos que permiten realizarse a los gobiernos, con total plenitud, es el de las prohibiciones o censuras. Ciertamente, una forma actual y habitual de censurar, secuestrar o prohibir la verdad, es mentir a la opinión pública. Hoy día existen verdaderos maestros y maestras, al más alto nivel, especializados con desparpajo en la mentira, cuyos nombres están en las mentes de todos.
Pero ahora no quería referirme a semejantes especímenes, sino a los ocupados en tiempos pasados, desde la sombra, con impunidad y delectación, de la censura cinematográfica. Esta actividad consistía en suprimir secuencias enteras en las películas, inconvenientes para el poder por una u otra razón, manteniendo la longitud de las mismas mediante la sustitución de aquellas por otras neutras. Así, la visión repetida, las veces que fueran necesarias, de unas blancas nubes desplazándose en un cielo azul, allá en lo alto, arrastradas por la brisa, y cosas de este tipo.

En cierta ocasión, durante los primeros años sesenta, asistíamos Josefina y yo al estreno de “El Gatopardo”, una película de Luchino Visconti, director cuya obra no ha perdido vigencia, en mi opinión, pese a los años transcurridos desde su fallecimiento. Una de las especialidades de Visconti era su cuidadoso tratamiento de los escenarios, dispuestos con exquisitez para mover a sus personajes. Pues bien, Visconti inicia la película en cuestión haciendo desplazar la cámara con lentitud, en un plano medio, recreándose en los detalles de un salón perteneciente al palacio siciliano de verano del Príncipe Salina. Los cuadros y sus ricos marcos, los quinqués, las porcelanas, los relojes de mesa, los libros bellamente encuadernados, son objeto de un moroso escrutinio que incluye también las cortinas de una puerta de la sala, abierta sobre una terraza, moviéndose a impulsos del viento, procedente del jardín de la mansión, de tal manera que aquellas flotan hacia el espectador, mostrando un precioso encaje, se alejan después del primer plano de la pantalla, y vuelven a flotar de nuevo, una y otra vez. Qué maravilla, qué elegancia.

Josefina se revuelve en su butaca, pasadas ya la cuarta o quinta flotación cortinosa, y dice impaciente, casi en voz alta: ¡”Cuantas cortinas”! Por mi parte me permito recordar a Josefina las numerosas vertientes estéticas, características del director italiano. Continúa la proyección de la película, hasta que, casi a su término, la cámara nos muestra un gran salón de baile en otro palacio de Palermo, con numerosas parejas siguiendo los compases de la música. Las parejas evolucionan, evolucionan y evolucionan sin descanso. Y siguen evolucionando. Josefina da nuevas muestras de impaciencia, porque ha logrado ver, por quinta o sexta vez, la misma pareja que hace los mismos gestos y repite las mismas sonrisas. Pero se reprime y no dice nada.

Cuarenta años después vimos de nuevo “El Gatopardo” en TV. Resultó entonces evidente que las cortinas y el baile habían sido utilizados por la censura para ocultar la supresión de un sinnúmero de escenas. ¡Era otra película! Josefina no fue engañada. Había notado “algo”. Por el contrario, yo caí en dos trampas, la que suponía exquisita reiteración viscontiana inexistente, y la del taimado censor, una especie de “pulgoso” maligno, que me engañó como a un pardillo cualquiera.