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miércoles, 27 de junio de 2012

Almas en la hoguera

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En la Colegiata de la villa palentina de Aguilar de Campoo, según se entraba al recinto sagrado había en tiempos, a mano izquierda, un cuadro que me impresionó mucho cuando era niño.

Se trataba de una visión popular del Purgatorio, posiblemente pintada por algún religioso con más voluntad que oficio. Allí se retorcían, sin consumirse, las almas de los condenados como sarmientos crepitantes, arrojados a una hoguera, representadas todas ellas con los cuerpos que tuvieron en vida. Algunas parecían gritar su dolor, porque el tormento no era para menos, las llamas les llegaban a la cintura o al cuello. Otras más tranquilas o resignadas, unían las palmas de las manos  bajo el mentón, y elevaban su mirada hacia lo alto implorando la gracia y el término del suplicio. 

El cuadro en cuestión desapareció hace años tras las purgas iconoclastas postconciliares de los  sesenta, que se llevaron también por delante, todo lo acumulado en el curso de varios siglos por la piedad de los creyentes y de las instituciones civiles y religiosas, incluídas una reja de factura impecable, como las de la Catedral de Toledo y tantos otros templos,  que separaba la nave central, del coro y la sillería labrada de éste, utilizada por los canónigos de la Colegiata cuando los hubo, en cuyos respaldos figuraban en alto relieve las últimas conquistas cristianas del siglo XV, en tierras de la morería, exhibiendo el gracioso diseño medieval que prescindía con desinhibición de la perspectiva.

El caso es que siempre he  asociado el tema del cuadro aguilarense y sus llamas crepitantes con cierta música sinfónica coral, de las que embargan  el ánimo de los oyentes, porque son solemnes al tiempo que cien voces parecen  reclamar piedad y clemencia, algo así como si fuera la banda sonora del propio cuadro.

Y ahora, la asociación cuadro-música-realidad cotidiana resulta más impresionante cuando veo aparecer en la pantalla de la TV a uno de los Ministros económicos, con un rimero de cuartillas en la mano, dispuesto a desgranar con la cara tensa y el ceño fruncido, los nuevos impuestos que nos afligirán en breve a los ciudadanos, para sentirme como una de aquellas pobres almas del cuadro de Aguilar, purgando no se sabe qué pecados.

(1) No es la pintura de Aguilar, pero sí se acerca a la que yo he visto al leer el texto. CF

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