La azafata jefe de aquel vuelo, viajábamos en dirección Este sobre un supuesto proceloso y frío Océano Atlántico, adoptaba unos aires al dirigirse a nosotros un poco artificialmente distendidos, incluída su expresión corporal, pues se apoyaba con frecuencia ora sobre un pie, ora sobre el otro. "Tranquilícense, no pasen cuidado, esto no es nada", decía, micrófono en mano, a los viajeros, "atravesamos una zona de turbulencias, debidas a una pequeña tormenta" ¡Crhass! el avión se hundía unos cuantos metros de golpe, "el comandante es muy experto, y" ¡¡Crhass!! otro bache, "conoce muy bien este tipo de incidencias ¡¡Crhass!!!. Los ruidos, resultaban para los viajeros inexpertos, extraños como si miles de las piezas del avión los originaran por separado, para unirse después en un sonido sordo y amenazador.
El esfuerzo de la azafata era doble, debía superar sus propias preocupaciones, por leves que fueran, y no dejarse contagiar por la tensión de los pasajeros, facilmente convertible en ansiedad y a continuación en pánico, como ocurre en las películas.
Durante estos días interminables de Noviembre, los periódicos diarios publican sin descanso truculencias económicas en grandes titulares, rivalizando en masoquismo comunicativo: que si la prima de riesgo, que si la deuda desbocada, que si la presión de los mercados, ¡¡que nos intervienen!! y el lector busca desesperadamente la noticia que sustituya a la voz tranquilizadora de aquella azafata a la que le temblaban las rodillas, pero lo disimulaba con veteranía.
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