Durante el convulso siglo XIX español, los ingleses supieron aprovechar las distracciones de las autoridades españolas encargadas de velar por el cumplimiento del Tratado de Utrech, si es que había alguna, para empujar las garitas de sus centinelas, cada vez un poco más en el istmo que une el Peñón de Gibraltar a la Península, de manera que los vecinos de La Línea veían preocupados año tras año, con mayor nitidez a los ingleses, apreciando al final de la mini-expansión británica, incluso los detalles de sus vistosos y elegantes uniformes.
Si entonces nuestros diplomáticos hubieran acusado sin ambages, en el Ministerio de AA.EE. británico, lisa y llanamente, de cuatreros y ladrones, a todos los responsables de St. James, más de un monóculo hubiera caído de su cuenca, por la natural elevación de las cejas de sus propietarios, dolidos ante tan oprobiosas acusaciones.
Pero nuestros diplomáticos no se movieron, porque les daba vergüenza ir por ahí haciendo reclamaciones, y menos en inglés, y los británicos agotaron, con la flema que les caracteriza, sus posibilidades de expansión terrestre, llegando al límite de su "lebensraum".
Entonces volvieron su vista hacia el mar, y en el inefable Moratinos, el señor de los mofletes Ministro de AA.EE. del femetido estadista Zapatero, hallaron su aliado natural e incluso le explicaron sus planes que el pardillo diplomático aceptó encantado, dando una especie de saltitos, como vimos en los documentales de la TV, en aquella terraza a la que le llevaron los "llanitos" antes de obsequiarle con un aguachirle que llaman té, para comprar la voluntad del sedicente diplomático.
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