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lunes, 14 de mayo de 2012

La bandera roja y gualda



Cuando en pleno Océano Atlántico durante el último tercio del siglo XVIII, en cualquier navío de Su Majestad el Rey de España, sus oficiales desde la cubierta de popa y la marinería agolpada en la borda, trataban de identificar la nacionalidad de otro barco aparecido en la línea del horizonte, a unas veinte millas marinas de distancia, resultaba vital saber cuanto antes si era también español o pertenecía a la pérfida Albión, por ejemplo, pues podían perderse unos minutos decisivos en la toma de las medidas necesarias para la defensa o dar lugar a penosos incidentes.

Es de suponer que para evitar la repetición de los cada vez más numerosos incidentes, el Rey Carlos III decidiera adoptar a partir de 1785 la bandera roja y gualda, ordenando que fuera izada en todos las naves de la flota real, en sustitución de a las tradicionales enseñas blancas con la cruz de San Andrés o el recargado escudo real del Águila de San Juan, mucho menos visibles.

Pasados casi sesenta años, en 1843, la reina Isabel II elevó a la categoría de bandera nacional la de Carlos III, para su uso militar y civil, prolongándose su empleo hasta hoy, salvo durante los años de la Segunda República (1931-1936) que dispuso la vigencia de fea tricolor (roja, amarilla y morada) igualmente vigente en el bando republicano del Frente Popular en el curso de la guerra civil (1936-1939).

En 1873-1874, durante la loca Primera República, las auto-proclamadas autoridades del Cantón de Cartagena se apoderaron de la flota fondeada en esta base naval y un navío de esta flota enarbolando la bandera cantonal (roja) que salió de la base con el ánimo de bombardear la ciudad de Alicante, cuyo Cantón se había negado a subvencionar al cartagenero, fue apresado, considerado pirata (a causa de la bandera que lucía) por un crucero alemán al acecho, e internado en Gibraltar. En el curso de los meses siguientes la flota cantonal bombardeó Alicante y alguna ciudad andaluza, eso si, luciendo la bandera nacional

Aunque desde muy niños hemos visto, en las ilustraciones de las enciclopedias escolares, ondear la bandera roja y gualda de Carlos III, en momentos gloriosos de nuestra historia por ejemplo, en los campos de Bailén, cuando fueron derrotados los regimientos napoleónicas por el ejército del general Castaños o en Marruecos, al frente de los voluntarios catalanes del General Prim en Wad-Ras, aquellos que dicen llamarse progresistas, no asumen estas glorias y tienen hoy día un oscuro y rencoroso sentimiento freudiano de rechazo  a la enseña nacional. Algunos prefieren incluso lucir la bandera de la antigua Unión Soviética y, por supuesto, la de la Segunda República por la que sienten una especial predilección.

Más comprensibles son los numerosos agravios a la bandera perpetrados por los nacionalistas, cuyo componente psicológico resulta claro: en este caso es un complejo de inferioridad. que les ahoga, si bien jamás lo admitirían los pobres.  

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