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domingo, 8 de enero de 2012

La gente de cerca

Jardines de Aranjuez

Al comenzar los años sesenta, cierta noche de septiembre tomé un tren en la Estación de Atocha de Madrid, camino de Campo de Criptana  (Ciudad Real). Llevaba el convoy  un buen  rato rodando por la Mancha  cuando inesperadamente se detuvo por las buenas, en las que más tarde, los viajeros supimos eran las cercanías de Huerta de Valdecarábanos (Toledo).

Pronto nos enteramos también de que la parada iba para rato, porque una lluvia, de las abundantes y torrenciales, caída minutos antes, había dejado al aire varios metros de raíles de la vía, al arrastrar las aguas desbocadas el balasto, percance ocurrido a no mucha distancia del lugar donde nos encontrábamos.

Las medidas inmediatas adoptadas por los responsables de la RENFE, fué dejarnos pasar la noche en aquel sitio, y luego ya veríamos cómo arreglar el lío circulatorio. Así que los viajeros disfrutamos algunas horas después, de un bello amanecer manchego y a continuación de la vista de un mar de viñas casi en sazón, bañadas por un Sol moderadamente clemente comparado con el de Julio y Agosto. 

A la una ó a las dos de la tarde, tras un pitido de aviso la locomotora, empujando el tren, deshizo una parte del camino  del día anterior y nos devolvió a la Estación de Aranjuez (Madrid). Allí, los viajeros  con sus maletas, pertrechos y trastos, fuimos conducidos a una nave cercana donde habían preparado unas cuantas mesas muy largas, cubiertas con manteles y servidas espléndidamente por algún catering de Madrid.

Los cuatrocientos o quinientos viajeros, cuya única colación durante las catorce últimas horas había consistido en uno ó dos racimos de uvas manchegas, tomados de las viñas circundantes, en salidas más ó menos subrepticias de los vagones, tomamos asiento sin prisas ni pausas, circunspectos, como si fuéramos feligreses saliendo de la misa de doce, sin ruidos ni alborotos, ni salidas de tono y dimos buena cuenta del obsequio ofrecido por los Ferrocarriles Estatales.

Pasada la media tarde, cargando de nuevo con los equipajes, ocupamos otro tren, y por una vía alternativa los más afortunados llegamos a casa veintiséis horas después de haber emprendido el viaje. Otros con metas andaluzas más lejanas, tardarían como mínimo treinta horas. 

Pese a los años  pasados desde entonces, recuerdo perfectamente que  siempre seguí los movimientos y maniobras de la multitud llevada de aqui para allá, porque deliberadamente me quedaba de los últimos para poder apreciar las distintas panorámicas del acontecimiento. Y me produjo tal orgullo ver tanta gente conducirse con tanta naturalidad, sin los gritos típicos, sin empujones y malos humores, que si no me reprimo hubiera llorado a moco tendido, de emoción patriótica.

Experiencias como ésta, que tampoco son tan raras, no pueden adquirirse en lugares como Rodiezmo (León), cantando la Internacional y haciendo payasadas encaramados a una tarima, frente a los mineros.

1 comentario:

  1. Gracias papá. Aceptación de lo inevitable y colaboración. Seguro que la gente compartía las uvas. Me ha encantado el blog. Muchos besos. Beatriz

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