En términos comparativos, mi vida militar, pese a su brevedad, resultó mucho más abundante en situaciones inéditas y anécdotas, que la civil. Hoy quiero contaros otra situación impensable en mi vida de paisano, y para ambientarla procederé a dibujar el escenario.
Al menos un día a la semana, era nombrado oficial de guardia, con la tarea de resolver los asuntos "fuera de lo común", producidos en el cuartel. Como allí se alojaban de ciento cincuenta a doscientos soldados, raro era el día transcurrido sin que alguien diera la nota, como vereis.
El despacho del oficial de guardia se hallaba ubicado a un lado del ancho pasillo que conducía desde la puerta principal al enorme patio del cuartel, y consistía en un pequeño habitáculo con una mesa escritorio, un sillón y una especie de sofá convertible en un camastro tan incómodo, que resultaba mejor dejarlo tal cual, y esperar más o menos somnoliento al toque de diana anunciando el inicio de otro día guerrero.
Mis horas de guardia transcurrían leyendo o dibujando, y durante las tardes y las noches investido de la máxima autoridad cuartelera, porque el resto de la oficialidad se hacía presente, tan sólo, durante las mañanas de 9 a 2, salía a veces a estirar las piernas al patio, bañado por la luz de una luna tan clara y hermosa como no creo que vuelva a disfrutarse en ninguna ciudad, a causa de la nefasta contaminación lumínica. De paso, me aseguraba que todo estaba en orden y no había indios al acecho.
Cierta plácida tarde, hasta aquel momento, poco menos que en tromba, irrumpieran en el despacho, carente de puerta, un sargento llevando de la oreja sin contemplaciones a un corneta retorciéndose, y otro soldado. El sargento tardó diez segundos en ponerme en antecedentes. El corneta, llamado Eme, apócope de Emerenciano o Emerencio, era acusado por el otro soldado de robarle unos chorizos caseros, que una madre solícita, al témino del permiso de su hijo, había envuelto en papel de periódico y acomodado en la maleta. En el momento del relato sólo los periódicos impregnados de grasa, eran, como suele decirse, mudos testigos del delito perpetrado.
El corneta, con una de sus orejas presa por la garra del sargento, se retorcía y gemía, negándolo todo. Entonces, yo hubiera querido ser tan ocurrente como lo fué Sancho Panza en sus juicios de la Isla Barataria, pero salvo acordarme, inútilmente, de las Siete partidas del Rey Sabio, en casos de que contemplaran abusos de confianza semejantes, carecía de argumentos y de ideas para resolver la cuestión.
Un brigada que acertó a pasar ante el puesto de guardia y oyó el intercambio de acusaciones y negativas simultáneas, terció con gusto en el asunto, entró en el despacho, convirtiéndolo casi en el camarote de los hermanos Marx y sin respetar la presunción de inocencia del acusado, así como sus derechos humanos, ni cuidarse de mi presencia, dió tal bofetón al corneta, que éste sin esperar al segundo, comenzó el cántico de la palinodia con todo lujo de detalles.
Resuelta así la cuestión, se marcharon todos, haciendo unos saludos semimilitares, para dirimir los detalles del tema de los embutidos en otra parte, dejándome en paz hasta el "próximo asunto fuera de lo común".
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