No tengo, como casi todos los españoles, una inquina especial por los separatistas, tan sólo inquina. Me explico. Tanto unos como otros, vascos y catalanes, se mueven en el espacio público de la maltrecha democracia española, crecen, engordan y se engallan, gracias a los beneficios obtenidos mediante el arte del chantaje del que son tan expertos.
De vez en cuando, gruñen y manifiestan su desagrado por tener que estar donde están, anunciando reiteradamente, con insistencia de niños malcriados, sus deseos de separarse, en cualquier momento, como si fueran los estados confederados del Sur.
El uso hecho por los separatistas vascos accedidos al poder municipal y autonómico, de unas supuestas prerrogativas, retirando banderas y retratos, saltándose a la torera la legislación vigente, no es más que un aperitivo para calmar a las fieras de sus bases.
Frente a estos montaraces, no hay políticos con la inteligencia y la firmeza de un Abrahan Lincolm para enseñar urbanidad a semejantes estafermos. Y los que tenemos se callan, o protestan débilmente para guardar las formas y continúan mirando distraídos a los pajaritos.
Leo en el periódico El Mundo que los responsables de las carreras de Montmeló (Barna) esconden también los símbolos nacionales pese a llamarse la cosa automovilística “Gran Premio de España”. Y, de nuevo, las autoridades de Madrid se muestran sin iniciativas, limitándose a mirarse en el espejo viendo cómo sus ojos se llenan de lágrimas pensando en el próximo abandono de su cargo.
Bienvenidos a Méjico lindo y querido. Cuidaros
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