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viernes, 9 de abril de 2010

La Primera República Española



El asunto de la “protesta social permanente”, la panacea preconizada al inicio de 1873 por los “intransigentes” republicanos, resultó muy bien. Es decir, casi todo el mundo protestaba por esto o por aquello, y en el guirigay permanente que fueron los once meses de la asamblea constituyente republicana, nadie podía hacerse oír. Mientras tanto, cuatro Jefes del Ejecutivo de esta Primera República (mal llamados Presidentes) desfilaron uno tras otro, tras permanecer en el cargo dos meses y medio como promedio, hasta que todo acabó como el rosario de la aurora.

El primero de aquellos Jefes, “de consenso” como se diría ahora, un tal Figueras, republicano “unitario”, una vez transcurridas cinco o seis semanas desde su ascenso al cargo, solicitó un permiso del Congreso para ausentarse de España, por motivos familiares, lo obtuvo, pasó a Francia, y una vez allí dijo que no volvía ni a rastras. Entonces declaró a los periodistas que en nuestro País “los ánimos están agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la administración desordenada, el ejército perturbado (una manera muy fina de decir que abundaban los motines en los cuarteles), la guerra civil (originada por los dinásticos carlistas) en gran pujanza y el crédito (la hacienda pública) por los suelos”, y que en lo sucesivo no contaran con él.

El segundo Jefe, Pi y Margall (federalista), careció de autoridad desde el principio de su jefatura porque la furiosa Revolución cantonalista, extendida entonces como un reguero de pólvora, no era sino el desarrollo, a pie de obra, de las doctrinas del pobre señor, una curiosidad política teórica, propia para ser expuesta en conferencias, ante auditorios selectos, educados y benevolentes y cosmopolitas, de bellas damas y elegantes caballeros, que al ser llevadas a la práctica no tuvieron en cuenta ni los particularismos locales paletos, la animadversión a la capital de la provincia, etc., ni el odio al centralismo agobiante de Madrid. Pi no pudo con el fardo que se había echado sobre los hombros, y dimitió.

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