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jueves, 15 de abril de 2010

Islam



En la historia reciente del mundo musulmán se observan tres hechos clave que, en mi opinión, han marcado su impronta en el curso de los acontecimientos de los últimos cincuenta o sesenta años.

El primer hecho, ocurrió al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando EE.UU. propició la independencia de países africanos y asiáticos, entre ellos muchos islámicos, antiguas colonias europeas, sacándoles abruptamente de la somnoliencia en que se hallaban sumidos durante los dos siglos anteriores y dotándoles de su orgullo perdido.
El segundo hecho consistió en la creación, sirviéndose de los territorios de la milenaria Palestina, y también con el apoyo decidido norteamericano, del estado de Israel. La presencia de éste, generó un sentimiento unánime de rechazo en los países árabes, que se sintieron agraviados por el mundo occidental, y se dispusieron a luchar incansablemente para alcanzar su objetivo: acabar con la nación judía.

El tercer hecho fué el descubrimiento de grandes yacimientos petrolíferos, en Arabia Saudí, Kuwait, Emiratos Arabes y Omán, países que se enriquecieron de la noche a la mañana, sin necesidad de emprender trabajo alguno para alcanzar tal opulencia.

Si en los países musulmanes, tal como sucede hoy, se cultivan en la niñez y en la juventud los resentimientos históricos y se exige del resto del Mundo, el pago de supuestas cuentas pendientes, devengadas desde las Cruzadas hasta las últimas sevicias coloniales, añadiéndose a ello los ingredientes deducidos de los hechos apuntados: orgullo, agravios y dinero y a la mezcla se agrega el toque de violencia destilada por el Corán, el resultado no puede ser otro que la “yihad”, es decir, el terrorismo musulmán aceptado plenamente, o con reservas hipócritas, por la totalidad de la población musulmana mundial, incluídos los cincuenta millones de musulmanes que viven en Europa.
Y este terrorismo se manifiesta, como sabemos, con toda la brutalidad de que son capaces los seres humanos, o adopta perfiles burlescos como la payasada de Córdoba.

viernes, 9 de abril de 2010

La Primera República Española



El asunto de la “protesta social permanente”, la panacea preconizada al inicio de 1873 por los “intransigentes” republicanos, resultó muy bien. Es decir, casi todo el mundo protestaba por esto o por aquello, y en el guirigay permanente que fueron los once meses de la asamblea constituyente republicana, nadie podía hacerse oír. Mientras tanto, cuatro Jefes del Ejecutivo de esta Primera República (mal llamados Presidentes) desfilaron uno tras otro, tras permanecer en el cargo dos meses y medio como promedio, hasta que todo acabó como el rosario de la aurora.

El primero de aquellos Jefes, “de consenso” como se diría ahora, un tal Figueras, republicano “unitario”, una vez transcurridas cinco o seis semanas desde su ascenso al cargo, solicitó un permiso del Congreso para ausentarse de España, por motivos familiares, lo obtuvo, pasó a Francia, y una vez allí dijo que no volvía ni a rastras. Entonces declaró a los periodistas que en nuestro País “los ánimos están agitados, las pasiones exaltadas, los partidos disueltos, la administración desordenada, el ejército perturbado (una manera muy fina de decir que abundaban los motines en los cuarteles), la guerra civil (originada por los dinásticos carlistas) en gran pujanza y el crédito (la hacienda pública) por los suelos”, y que en lo sucesivo no contaran con él.

El segundo Jefe, Pi y Margall (federalista), careció de autoridad desde el principio de su jefatura porque la furiosa Revolución cantonalista, extendida entonces como un reguero de pólvora, no era sino el desarrollo, a pie de obra, de las doctrinas del pobre señor, una curiosidad política teórica, propia para ser expuesta en conferencias, ante auditorios selectos, educados y benevolentes y cosmopolitas, de bellas damas y elegantes caballeros, que al ser llevadas a la práctica no tuvieron en cuenta ni los particularismos locales paletos, la animadversión a la capital de la provincia, etc., ni el odio al centralismo agobiante de Madrid. Pi no pudo con el fardo que se había echado sobre los hombros, y dimitió.

martes, 6 de abril de 2010

El Castillo




                                              
                       
En una de nuestras visitas al castillo de Alicante, me acerqué a un panel situado al lado de las vitrinas donde se exponían planos antiguos de la fortaleza, de los siglos XVII y XVIII. El texto del panel recogía con cierto detalle la historia de dos mil ochocientos años de aquellas venerables piedras, ocupadas inicialmente por el pueblo íbero de los contestani y más adelante por los griegos, quienes dieron al castillo el elegante nombre de Akra-Leuka, el mismo llegado hasta nuestros días, de tumbo en tumbo filológico, hasta adoptar la forma definitiva, por el momento, de Alicante.

Alcanzado el último capítulo de la historia, me pareció que el autor del relato había albergado serias dudas sobre la orientación que debía dar a sus posteriores explicaciones. Tengo para mí que una vez decidido por la corrección política y sin ningún apoyo contextual, se limitó el hombre a señalar cómo una flota de guerra, surta en el puerto de Cartagena, izando la bandera española, roja y gualda, había zarpado cierto día de verano de 1873, poniendo rumbo a la ciudad de Alicante. Llegada pocas horas después frente a la fortaleza de esta ciudad, desató un feroz bombardeo contra el castillo, hasta agotar sus municiones. Acto seguido, tras haber descascarillado a conciencia los muros de tan antiquísimas defensas, y dejando a popa unas estelas de humo tan negras como las conciencias de los artilleros autores del desaguisado, volvió a su base sin más explicaciones.
Cumplida su obligación que era relatar los hechos escuetos, tal como sucedieron, aunque el turista- lector quedara un tanto perplejo sin saber a qué carta quedarse tras la lectura del episodio naval, el redactor del texto siguió con su historia, señalando cómo durante los años siguientes y hasta entrado el siglo XX, el castillo se convirtió en una prisión militar para encerrar oficiales jugadores, juerguistas, pendencieros, duelistas y chisgarabís. Décadas después, una vez adecentado, fue abierto a la curiosidad de los turistas.

Cuando en fechas recientes hojeaba algunos libros de Historia de España, en búsqueda de un periodo cuya gobernación hubiera sido confiada a un idiota, para establecer las oportunas comparaciones, encontré la explicación de la violencia cartagenera apuntada en el panel del castillo alicantino. Resulta que los responsables de la antigua Cartagonova habían pedido un préstamo a los de Alicante, y ante la negativa de éstos a soltar la mosca, los otros hicieron lo que hicieron.

El contexto que el redactor de los paneles hurtó al conocimiento de los turistas, fue el de la Revolución Cantonal, generalmente ignorada en los libros porque da un poco apuro histórico. Pero a mí no me da porque no me siento ácrata, así que durante los próximos días seguiré con el filón.